A través de la pared de cristal, la ciudad se extiende ante mí en su más absoluta y vulgar cotidianidad. Ni siquiera la mágica belleza del alumbrado nocturno, que siempre me ha fascinado, es capaz de evitar la sensación de sentirme pequeña, casi nada, devorada por tanta inmensidad. Odio esa sensación, esa impresión de ser nadie, de que los ojos pasen a través de mí como si fuera aire o, como mucho, que se detengan en mis imperfecciones llenos de burla.
¡Mírame! ¡Mírame, mundo, porque quiero que me veas! Sigue leyendo