Templo de Eros

Encuentro con el cuerpo y sus símbolos

La guerra del orgasmo femenino – Bárbara Ayuso

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orgasmo femenino

In my next life, I want to live backwards. Start out dead and finish off as a female orgasm. (Woody Allen)

El placer tensando las sienes, el cuello dibujando un arco. El corazón a la carrera en el tórax, los ojos vidriosos y brillantes como dos cuentas. Los espasmos frenéticos, el sudor y el aliento, sincopados, resbalando. El húmedo clímax. La petite mort. Carne que habla lo que la palabra no alcanza: el orgasmo. El de ella, en particular.

Gemir, bramar, retozar o maldecir. Con lujuria o con timidez. Por fortuna, nos ha tocado en suerte una época donde (prácticamente) cualquier reacción que acompañe al éxtasis sexual de la mujer no la convierte en una bruja, a menos que ella quiera. Enterrados en el agujero mohoso y combado del pasado han quedado los tiempos en los que la efervescencia del orgasmo era clínicamente diagnosticada como «paroxismo histérico», una desviación entre grotesca y luciferina. Lo que los médicos decimonónicos etiquetaron como desorden psicológico que debía ser curado o reprimido es hoy un concepto que manejamos como si siempre hubiera existido. El foco está en el cómo y en el dónde: treinta y nueve posturas para alcanzarlo, doce pistas para detectar si te están recreando un Cuando Harry encontró a Sally, cuatro para encadenarlos. El orgasmo ya no como reivindicación, sino como derecho, dice Amy Schumer.

Pero bajo capas endurecidas de evolución, modernidad y libertad sexual, continúa librándose una guerra ancestral. Una pugna que abarca toda nuestra civilización, aún incapaz de responder una pregunta sencilla en su apariencia: ¿Para qué sirve el orgasmo femenino? ¿Cuál es, exactamente, su función?

Desde que el ser humano, ya erigido sobre sus patas traseras, comenzó a escudriñar su cuerpo y a llamar al resultado «estudio», ha acumulado las utilidades de su propia anatomía: el corazón sirve para bombear sangre. Los pulmones atraen aire al cuerpo. Los meñiques de los pies nos permiten mantener el equilibrio. El estornudo sirve para expulsar sustancias irritantes. Y, en el caso de los varones, el clímax sexual (la eyaculación) tiene una misión determinante: la reproducción. La recreación es un bonus, según la ciencia; un incentivo adictivo que solaza y complementa a la perpetuación de la especie. Sin piernas no se camina, sin semen masculino no hay progenie.

Pero sin placer femenino puede haber concepción. Existieron y seguirán existiendo mujeres que lanzan sus genes al futuro sin haber experimentado ni un destello de esa ambrosía sexual. No hay vínculo entre el orgasmo y la reproducción.

Aristóteles vio en ello más o menos lo que esperaba ver: otra constatación de la inferioridad de la hembra frente al varón. Las mujeres no solo tenían menos dientes, menos huesos y menos inteligencia (tampoco es que se molestaste en contarlos), sino que, además, experimentaban un goce completamente irrelevante, por inútil. El filósofo, también precursor de la anatomía y de la biología, movió ficha en su estudio del comportamiento sexual y fisiológico en el siglo V a. C., y fue responsable de que el orgasmo femenino fuera simultáneamente reconocido y devaluado. En sus tratados daba cuenta del regocijo que algunas mujeres experimentaban durante el coito, pero lo desproveía de cualquier atisbo de importancia en detrimento del disfrute del varón. Ese era el que había que esforzarse en lograr, la supervivencia estaba en liza. Para él —y para el resto de la ciencia durante siglos, que respetó sus axiomas y construyó sobre ellos— el cuerpo de la mujer era la causa material del embarazo y el hombre la espiritual. Él entregaba el semen en la concepción, y ella mero receptáculo de la simiente. Su disfrute no merecía más que emociones abreviadas, no había por qué derrochar esfuerzo en su búsqueda. «Las hembras son por naturaleza más débiles y más frías, y hay que considerar su naturaleza como un defecto natural», decía.

La pugna comienza cuando un médico romano, Galeno, se emperra en tirar de las costuras del razonamiento del estagirita. En el siglo II a. C. se afanó por demostrar que ese fluido femenino que Aristóteles consideraba exento de «espíritu ni fuerza vital» sí tenía un papel relevante. Esa sustancia generada durante la cópula, el semen femenino, debía mezclarse con la eyaculación del hombre para concebir. Su función era excitar sexualmente a la mujer, abrir el cuello del útero y facilitar la fecundación. Defendió la concordancia orgásmica… y perdió la batalla. No fue porque los dogmas aristotélicos encontraron un arraigo casi temible en (¡oh, sorpresa!) el moralismo cristiano posterior, al que le vino de perlas que esos postulados apuntalaran su inquebrantable determinación de convertir el sexo en una herramienta exclusivamente reproductiva. De haber abrazado las tesis de Galeno, los padres de la Iglesia no habrían tenido otra que aceptar el placer femenino y reivindicar el derecho de la mujer a sentir, refocilándose en todas las posturas posibles. A saber qué habría sido de la humanidad si hubiera prescindido de la mancha de la lascivia y el pecado… y del nefando vicio solitario.

La batalla entre galenistas y aristotélicos se enquistó durante cientos de años, y Galeno resultó derrotado, fundamentalmente, porque defendió causas muy nobles por las razones equivocadas. Como se descubriría después, efectivamente, ni el semen femenino ni el orgasmo eran obligatorios para la concepción, por mucho que eso simplificara las cosas para ellas. A cambio, durante los siglos XV y XVI se convino en una suerte de solución salomónica entre ambas posturas: si bien el goce no era condición necesaria para la fecundación, lo era para su perfección. Se decía que los niños que habían sido concebidos con placer sexual femenino debían ser más sanos y perfectos que los que no.

Se sucedieron siglos de hitos e investigaciones revolucionarias, de mujeres monitorizadas donando orgasmos a la ciencia y parejas con electrodos follando tras un cristal. Estudios de comportamiento, de fisiología y búsquedas del tesoro en forma de G. De (gracias) Masters y Johnson. De Freud y sus disquisiciones sobre el orgasmo vaginal y el clitoriano. La fe arrollada por la monarquía del sexo, diría Foucault.

Y aquí estamos, en el mismo atolladero. Filósofos, antropólogos, zoólogos, científicos, y genetistas atrapados en la nave nodriza de todos los misterios sobre la sexualidad: ¿para qué sirve un orgasmo femenino? Su lógica permanece esquiva. Persisten las hipótesis conflictivas y no hay respuestas definitivas sobre su exacta razón de ser. Teclee y Google proveerá: la ciencia médica maneja tantas suposiciones que no es difícil que alguna se acomode a sus personales conjeturas. El orgasmo femenino parece condenado a ser objeto de especulación.

En 2005, la filósofa científica Elizabeth Lloyd publicó un controvertido libro en la Harvard University Press, The Case of the Female Orgasm, en el que recopilaba varias decenas de estas especulaciones y estudios, después de años de investigación. Lo que parecía una aportación más a ese caótico corpus sobre el misterio era en realidad algo aún más funesto. Porque lo peor que puedes hacer cuando alguien va en busca de respuestas es atizarle con más interrogantes y hacer un compendio de todas las equivocaciones vigentes. En el volumen, Lloyd examina veinte de las decenas de hipótesis que tratan de darle significado al orgasmo femenino, bordeando una sola cuestión: ¿Por qué? No: Para qué.

La tesis de la succión uterina

Una de las más extendidas y aceptadas en la pasada década, incluso desde antes de que Robin Baker y Mark Bellis publicaran su investigación al respecto en 1993, que aún goza de predicamento. A grandes rasgos, sostienen que el orgasmo femenino causa contracciones que «levantan» el esperma para ayudar a la concepción, una especie de mecanismo de retención. El problema, tal y como expuso Lloyd, es que muchas de esas evidencias no eran tales: en varias tablas, el 73 % de los datos provino de una sola mujer. Además, cita otras tantas investigaciones que refutan la existencia de esa aspiración poscoito, como la del fisiólogo sexual Roy Levin, que denomina a esta teoría la «hipótesis zombi» porque se niega a morir a pesar de que (desde la perspectiva de la evidencia) está ya muerta.

La tesis del agotamiento y la gravedad

En 1967 el zoólogo Desmond Morris inauguró la teoría de que el orgasmo femenino tenía la función fisiológica de mantener a la hembra horizontal tras la cópula. Eso resolvía, al menos para nuestros antepasados, los problemas potenciales que planteaba la gravedad a una especie bípeda. «La respuesta violenta del orgasmo femenino deja a la mujer sexualmente saciada y agotada, y al permanecer tumbada para recuperarse la fertilización no se ve amenazada», afirmaba. Lloyd desmonta esta explicación adaptacionista basándose en un buen número de evidencias, y quizá la más jugosa es la que plantea otra pregunta. Si la postura idónea para que la mujer alcance el clímax, según está demostrado (de nuevo, gracias, Masters y Johnson), la ubica a ella en la cima, ¿no estimularía eso el drenaje de la gravedad, en lugar de prevenirlo?

Y así va deslizándose por una suma de teorías que durante cuarenta años las revistas científicas han acumulado en una espiral de refutaciones implacables: desde la que afirma que el orgasmo femenino tiene el papel de reforzar el vínculo afectivo con el varón, hasta la que estudia la simetría facial de la pareja y su (falsa) correlación con la consecución del clímax. Salen escaldadas las que lo relacionan con la segregación de oxitocina y tampoco suda mucho la autora al desbaratar las que argumentan que los orgasmos femeninos ayudan a las mujeres a elegir mejores parejas, como si el éxtasis susurrara al oído que ese hombre es adecuado para formar una familia. Así, tal cual.

La conclusión de Lloyd es exactamente la que se intuye: que, de momento, la ciencia no ha provisto de una explicación válida que arroje luz sobre la funcionalidad biológica del orgasmo femenino. La autora se descubre como evolucionista, y si tuviera que dar forzosamente una respuesta al para qué, aludiría a dos cosas muy concretas: pezones masculinos.

¿Para qué sirven los pezones masculinos? ¿Cuál es su funcionalidad?

La respuesta más tentadora es que no tienen ninguna en absoluto. No juegan ningún papel en la supervivencia ni reproducción de los hombres. Son un vestigio: «El macho y la hembra tienen la misma estructura anatómica durante dos meses en la etapa de crecimiento del embrión, antes de que las diferencias queden establecidas. La hembra obtiene el orgasmo porque el macho lo necesitará más adelante, igual que el macho obtiene los pezones porque la hembra más tarde los necesitará», explica Lloyd. Además, hace una distinción capital: reconoce y acepta que el placer que las mujeres obtienen del sexo tiene la función biológica de estimular la actividad sexual (y con ello la reproducción), pero eso no es lo mismo que la funcionalidad biológica y específica del orgasmo.

En definitiva: el orgasmo femenino es una luz que la naturaleza —afortunadamente— se olvidó de apagar. Por supuesto, a Lloyd se le echaron encima con furia. Aunque ella misma planteaba esta respuesta como solución de provisionalidad («Mi punto de vista no es necesariamente la explicación correcta. Es solo que en este momento es la mejor explicación que está respaldada por la evidencia (1)»), le diluviaron las críticas a su escepticismo, argumentando que esa teoría «devaluaba» el orgasmo de las mujeres, como ya tan perversamente hizo Aristóteles.

Su réplica fue contundente, y ahondó en el que podría ser el meollo mismo de todo el asunto: ¿por qué el hecho de que no tengan —o no sepamos aún discernir cuál es— una función biológica clara va a convertirlos en superfluos? ¿Es que el placer no es suficiente argumento? Las habilidades para tocar el piano o para resolver ecuaciones complejas no tienen vínculos con la supervivencia y la reproducción, y tampoco hay nada irreal o frívolo en ellas (la comparación es suya). «Es, simplemente, un regalo de la evolución».

Lloyd desafió a muchos, a casi todos. Enojó a algunas parcelas del feminismo, al gran sector de los hombres científicos (a los que acusaba de sesgar los datos de sus investigaciones) y a la derecha religiosa que aún se acuerda de ofuscarse, con afectada repugnancia, ante nada que huela a sexo. Los movilizó en su contra, quizá con la esperanza de que ellos se respondieran a una simple cuestión:

¿Y qué? Sometimes an orgasm it’s just an orgasm, tituló una de sus primeras ponencias sobre el asunto.

Así que después de siglos de batallas, de refutaciones y de círculos concéntricos, quizá no se había formulado la pregunta adecuada. El orgasmo femenino no necesita ninguna función biológica que lo respalde, el placer es su más poderosa reivindicación. Quizás ha sido absurdo difuminar los bordes toscos y decepcionantes de nuestro pasado para dar con una piedra de Rosetta que tradujera el estímulo animal, con una respuesta. Una a la que pudiéramos dar una forma lógica que asesinara el misterio.

Como si fuera insoportable que, en el centro del clímax, latiera todavía un fondo salvaje de salvaje verdad.

An orgasm a day keeps the doctor away. (Mae West)

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(1) Este mismo año se ha publicado una nueva investigación que indaga en el origen evolutivo del orgasmo femenino. Llevada a cabo por Gunter Wagner y Mihaela Pavlicev, va tomando fuerza. Concuerda en lo esencial con lo expuesto por Lloyd (que el orgasmo de las mujeres es un vestigio evolutivo que no tiene utilidad práctica para la reproducción), pero barruntan la posibilidad de que en su momento sí la tuvo: desencadenaba la ovulación. Según sus conclusiones, grosso modo, el ciclo de ovulación de las humanas es independiente de su actividad sexual, sin embargo, en otras especies de mamíferas viene inducido a través de la cópula. Por esta razón, los investigadores han establecido la hipótesis de que antiguamente las hembras humanas también ovulaban después del clímax sexual, y la evolución modificó este proceso hacia una ovulación espontánea. Otro de los hallazgos más interesantes del estudio es que ha permitido saber que el clítoris no siempre ha estado en su posición actual.

Foto: Jessica Lange en El cartero siempre llama dos veces. Imagen: MGM.

http://www.jotdown.es/2017/04/la-guerra-del-orgasmo-femenino/

Autor: giovaretino

Antropología y Sociología han sido mis campos profesionales y el saber que ha ocupado una buena parte de mi vida. Este blog está dedicado al cuerpo y sus símbolos.

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